Los pacientes más difíciles que me ha tocado atender tienen todos una característica en común, que es asegurarme que han tenido una infancia feliz y que sus padres han sido casi perfectos. Todos juran que no ha habido nada malo con sus padres, y que las causas de su infelicidad no están en la infancia.
Mi familia de origen fue una familia lejos del ideal. Mi mamá, una trabajadora incansable y una luchadora esforzada. Durante una época, entre mis diez y dieciséis años, yo decía que mi mamá era mi mejor amiga. La veía como un ser superior y perfecto. Ella era maestra de séptimo grado, bastante respetada por cierto. Eran tiempos donde las maestras conservaban su lugar por siempre. Sobretodo la maestra de primero y la de séptimo, que eran un clásico. Mi mamá sabía imponer disciplina y quería mucho a sus alumnos. Yo era la hija de la maestra, mimada por los grandotes de sus alumnos y por el resto de los maestros y directores. Cuando por alguna reunión, ella se quedaba después del horario de clase, me gustaba esperarla jugando sola en las hamacas del patio de la escuela. Recuerdo también las calesitas que se ponían en movimiento impulsadas por la fuerza del volante en las manos, los asientos rojos, azules y amarillos, y la liviandad de dar vueltas y más vueltas en completa soledad. También sola me animaba a probar en la trepadora la parada de cabeza hacia abajo, enganchando los pies en la parte más alta de la barra. Eran cosas que en los recreos comunes prefería no hacer; el alboroto de las corridas y las torpezas de mis compañeros, me daban inseguridad. Los ruidos fuertes y las bandas de chicos corriendo me asustaban.
La amistad ideal con mi mamá y la sobreprotección escolar terminaron abruptamente en la secundaria cuando ella me encontró una jalea vaginal anticonceptiva en la cartera. Primero se asustó y pensó que yo estaba enferma de algo, pero enseguida yo habré puesto cara de sos tonta o que, y se enojó tanto conmigo… Me dijo que a partir de ese momento me podía lavar las bombachas por mi misma. Tenía razón, pero no hacía falta enojarse tanto, y no hablarme por dos días. Ahí entendí varias cosas: 1) que no podía contar con mi mamá para todo, 2) que lo que yo llamaba amistad se había terminado, y 3) que ella me aceptaba mientras yo hiciese lo que a ella le parecía correcto.
La sexualidad había sido un tema tabú en casa. Me acuerdo de no entender qué eran los algodones de una sangre casi negra que ella frecuentemente olvidaba en el baño. Durante bastante tiempo me angustié imaginando que mi mamá estaba muy enferma. Un día, en el supermercado al verla comprar un paquete extra gigante de algodón, me animé a preguntarle, y me dijo que después en casa me explicaba. La respuesta nunca llegó, por lo que imaginé que estaba mal preguntar esas cosas.
Mi papá, un tipo más bonachón y relajado, era el centro de las críticas de mi madre. Viajante de comercio, cada semana nos vendía otra ilusión. Recuerdo las columnas de mercadería apiladas en el pasillo del departamento de la avenida Independencia. Los rubros iban desde alfajores y golosinas, hasta bijou, accesorios para peleteros y cinturones. Aún tengo la imagen de mi papá en la mesa del living armando los paquetes y embalando con hilo sisal, cinta scotch gruesa marrón y papel madera. Sus envoltorios perfectamente terminados eran un misterio para mí. El los cuidaba con tal dedicación y orgullo… No recuerdo extrañarlo durante esos viajes que podían llegar a durar como quince días. Por el contrario, cuando mi papá no estaba, en la casa se respiraba tranquilidad, mi mamá estaba de buen ánimo, y no había gritos o discusiones. La semana que papá estaba en Buenos Aires la tensión entre ellos era insoportable. Por la noche discutían con violencia. El tema favorito de las peleas eran los malos negocios de mi papá y la falta de progreso económico. Mi mamá temía que nos quedáramos sin techo y que Don Sotile, el propietario, nos echara a la calle. El clima familiar era de pobreza de recursos y carencia de afectos.
Una escalera fría de mármol y una baranda helada, te llevaban al primer piso de la que fue la casa de mis años escolares. Cuando entrabas, sentías un olor a humedad que debía venir de las filtraciones de la azotea. En esa época no había inciensos, ni hornitos de esencias. En el segundo piso estaba la terraza para colgar la ropa, con su piso de baldosas rojas y emparches de pasta negra, pegajosa y desprolija. El sol de la terraza era lo más lindo del mundo. En invierno, en esos días de cielo azul claro, podías subir simplemente a tomar aire y sol. La enorme azotea era para mí, naturaleza pura. Desde las alturas podías observar, hacia cada uno de los puntos cardinales: la panadería en la esquina opuesta, justo enfrente el mercadito, con sus dos entradas por Independencia y por Columbres, en la otra esquina la paragüería y si te asomabas con cuidado, casi podías ver la farmacia que ocupaba el local de la PB.
La avenida era de doble mano en esa época, y una vez vi desde la terraza como un gato moría aplastado en la mitad de la calle. Con el correr de los días, su cuerpo cada vez más grande, seco y duro se deshacía en pedazos en el pavimento. Esa fue mi primera vez con la muerte. Durante semanas evité cruzar por ese lado, hasta que no se cómo el cadáver se evaporó. Aún hoy evito quedarme atascada en el medio de una avenida.
Los domingos mi mamá preparaba un guiso de carne hervida con verduras. Las batatas eran particularmente sabrosas, el zapallo con su anaranjado intenso teñía el agua, y los pedazos de carne con huesitos hacían que te relamieras los dedos. El aroma era de un perfume a familia ideal, maravilloso... Con mi hermano nos peleábamos por el caracú, como un trofeo exquisito y escaso. La cocina era mínima y cuando estábamos todos había que extender la mesa, caso contrario quedaba plegada contra la pared. Comíamos en silencio y después yo debía ayudar a secar los platos, cosa que reconozco no siempre hacía de buena gana, sumando más tensión a la que había. Después la siesta, que para mi mamá era el ritual más importante del domingo, y cuando los movimientos o ruidos la despertaban, ¡había que escucharla quejarse…!
Hoy a la mañana, una paciente me contaba que su familia ideal era la de su tía. Cuando iban los fines de semana a visitarla, siempre había gente, primos, y tíos para jugar. La invitaban a quedarse a dormir y en verano estaba la pileta. Sus primos tenían muchos amigos, y en general la casa estaba llena de chicos que tocaban la guitarra, la batería y cantaban. Había comida rica y charlas de sobremesa. Había libertad para jugar al fútbol, cocinar entre todos algo, o quedarse mirando la tele hasta tarde. La heladera estaba siempre llena de alguna torta, chocolate o helado.
Por el contrario, en su casa ella vivía una enorme soledad. Sus padres llegaban muy tarde del trabajo y cuando ella volvía del colegio se quedaba sola durante horas interminables. En ese tiempo tenía que limpiar, hacer las compras y cocinar. Nunca la dejaban invitar chicas ni ir a sus casas, pero igual ella transgredía esos límites, y se escapaba a escondidas o invitaba amigas en secreto. El portero del edificio siempre la delataba y los castigos iban desde irse a dormir sin comer, hasta la humillación del reto frente a alguna compañera, o el insulto hiriente. Las sensaciones de vergüenza profunda y dudas sobre ella misma, persisten hasta el día de hoy en su corazón…
¿Cuán ideal sería para sus primos la familia que para mi paciente era ideal? ¿Se quejarían ellos de tener siempre gente en la casa y no disponer nunca de un rato de intimidad? ¿O de cómo se tapaba todo con la televisión, la vida social y la comida? ¿O de la libertad excesiva que tenían, y la sensación de que nadie los cuidaba o les ponía límites?
¿Extrañamos todos a esa familia ideal? ¿Esa madre o padre perfectos? ¿Será que a todos nos parece ideal la madre o el padre de nuestros amigos? ¿Sufrimos todos de sensaciones de carencia? ¿De la idea de no haber recibido todo lo que necesitábamos? ¿Y si de verdad no lo recibimos? ¿Es posible recibir la cantidad correcta de afecto y presencia, y sentirnos completos? ¿Será parte de la condición humana aprender a crecer inseguros, indefensos y vulnerables? ¿Cómo se sana esa sensación de insatisfacción y de tristeza por la infancia que no tuvimos? ¿Cómo se hace ese duelo, el duelo por la infancia que aún hoy anhelamos?
Muchos grandes artistas, intelectuales o escritores vienen de entornos de mucha carencia. Algunos se quedaron huérfanos muy pequeños, otros tuvieron que dejar la escuela y salir a trabajar, o cuidar a hermanos más pequeños. Algunos sufrieron maltrato físico o psicológico. Por supuesto que hay muchos otros que nacieron en cuna de oro y que tuvieron todos los estímulos positivos para crecer. Sin duda la mente humana es una cuestión de lo más compleja.
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Los pacientes más difíciles que me ha tocado atender tienen todos una característica en común, que es asegurarme que han tenido una infancia feliz y que sus padres han sido casi perfectos. Todos juran que no ha habido nada malo con sus padres, y que las causas de su infelicidad no están en la infancia. Estos pacientes son difíciles para la terapia (al menos para el tipo de Terapia que yo practico) porque pareciera no haber registro de la frustración o del dolor de la niñez y la adolescencia, o de la natural imperfección de todos los padres (es decir de los seres humanos). Estas personas se han creído que de verdad los inadecuados son ellos, que ellos son los malos o los enfermos, y que los padres son o han sido ideales y perfectos.
¿Es posible que dentro de esas familias anti ideales que algunos tuvimos, esté justamente la pieza del rompecabezas del bienestar que estamos buscando? ¿Es posible que lo ideal nazca de lo anti ideal? ¿Qué lo ideal sea lo anti ideal atravesado por los dolores de la vida misma? ¿Será que lo ideal es sanar lo que sea que nos haya tocado atravesar? La vida ideal es la que nos toca mejorar para nuestros hijos, y en esa misma mejora arreglamos para nosotros el pasado que nos tocó de un plumazo. Lo que sanamos ahora, sana también el allá y entonces. Y el pasado se cura, se perdona, se embellece.