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Hacer lo que más miedo te da ¿sirve?

Una compañera de Yoga es profesora de natación y coordina talleres de danza en el agua. Y sentí ganas de probar algo de eso, pero no sé nadar. Siempre me dio vergüenza decirlo, parecido a lo que me pasa con mi segundo nombre.

Entonces le pregunté cómo eran esos talleres y si hacía falta saber nadar, y ella me dijo que con poder moverse en la parte honda de la pileta alcanzaba. Uh no…dije, sintiéndome en confianza como para contarle. Es justamente eso lo que me da miedo. Y entonces le pedí que si alguna vez ella hacía algún taller para gente que quisiera amigarse con el agua, que me avise. Y ella se lo tomó en serio y lo está organizando, y me dijo que ‘Amigarse con el Agua’ es un título genial para el taller y que lo llamará así y será en abril.

A partir de ese momento estoy conectada con la idea de que me voy a hacer amiga del agua, y de solo pensarlo casi lloro. No mal, no de angustia, sino por el contrario de felicidad. Una felicidad distinta a la de comprarse una remera en oferta y que te quede bien. Es una que nace del corazón, sube hacia la garganta y se aprieta, y sube todavía un poco más y se descarga sensiblemente acariciando los ojos.

Es un anhelo silencioso el que tengo de hamacarme en el agua con confianza. Pienso que quizás me transforme de a poco en una persona nueva.

Una vez estuve con mis dos hijas en un spa que tenía una hermosa pileta enorme, calentita, donde hacías pié en todos lados. Un pié cómodo donde el agua te llegaba hasta los hombros. Era invierno y estábamos solas; toda el agua era nuestra. Y entonces mi hija mayor se ofreció a sostenerme. No es que lo dijo, simplemente se fue dando sin palabras. En distintas ocasiones mis dos hijas se han ofrecido insistentemente para enseñarme a nadar, y las dos nadan muy bien. Yo no soy una alumna fácil, pero aquella vez no se trataba de aprender algo. Era nada más que ser sostenida -nada más y nada menos. Y me entregué a eso y mi hija estuvo muy cuidadosa y amorosa y lentamente, muy muy lentamente me iba paseando por el agua, teniéndome con una mano la cabeza y con la otra la cintura. Y yo entré en esa frecuencia calmante del agua calentita y de adentro muy de adentro se empezó a cocinar una alegría tan suave y tan intensa que era casi intolerable. Y si hubiera podido entregarme a eso, me hubiera quebrado y ahogado en mi propio líquido, inundando el spa de alegría…

Mi historia con el agua es vieja vieja. Quizás preceda mi propio nacimiento, o hasta mi gestación. De chica soñaba que estaba en el mar y que de la nada se formaba delante de mí una ola inmensa que me elevaba por completo en el espacio, para luego tirarme con fuerza hacia el centro mismo de un maremoto siniestro y gris que inundaba con violencia metros de playas vacías.

Un verano me mandaron a una colonia de vacaciones y cuando todos los chicos se divertían de un modo increíble salpicándose, jugando a tirarse con libertad en la pileta, yo permanecía quietita y asustada en el borde. Cierta vez un maldito enano gracioso me empujó mientras yo estaba distraída, y del susto me paralicé y quedé inmovilizada dentro del agua. Caí sentada en la parte baja de la pileta, donde si me paraba hacía pié perfectamente, pero fue como perder el conocimiento al 70%. Sabía que estaba ahí sentada, pero no sabía que me convenía pararme para no ahogarme. Y así sentada me quedé unos momentos semi conciente hasta que alguien me tomó de los pelos y me tiró para afuera. Tosí mucho para volver a recuperar la respiración y la conciencia plena. Nadie se dio cuenta lo que había pasado; ni siquiera el chico que me sacó y que luego siguió jugando como si nada. Yo tosí un rato más recuperándome y esforzándome a la vez por aparentar que no me había pasado nada importante. Todavía recuerdo ese rumor compacto de silencio bajo el agua, y la masa de voces mezcladas y apagadas como en la lejanía.

Mi gran construcción adaptativa de la niñez fue hacerme la que no pasaba nada. Eso me aseguraba de parecer fuerte y tener amigos, aunque por dentro sentía una angustia y una sensación de carencia muy grandes. Ahora puedo escribir sobre eso, pero en mi infancia no tenía ese salvavidas. Literalmente no sabía que hubiese palabras salvavidas con las cuales contar mis vivencias más profundas e incómodas. Mi sensación creciente era que lo único posible era armarme un disfraz de ‘todo bien’. Eso me permitiría zafar de aprender a nadar y de enfrentar los problemas. No hacía falta Ser de verdad. Y además no se podía. Los chicos eran realmente malos, y los grandes no tenían tiempo. ¿A quién podría decirle: profe, tengo miedo… ¿me ayudás a aprender a nadar? pero mirá que tengo mucho miedo eh…

Cada profesor tenía como 15 alumnos. En la pileta había un ruido de carcajadas y silbatos y órdenes espantoso. No me acuerdo cómo hice ese verano para desaparecer. ¿Habré dicho que no quería hacer pileta? ¿Me habrán permitido quedarme sentada sin hacer nada a un costado? ¿Le habré dicho a mi mamá que no quería ir más? Tengo apenas un triste recuerdo de ver como las mojarritas se convertían en tiburones y yo cada vez más pescadita fría.

En la secundaria tomé la decisión de aprender a nadar. Ya estaba cansada de pasarla mal en el verano cuando todos mis amigos se entusiasmaban con salidas a las quintas. Me imaginaba teniendo que decirle a mi todavía inexistente futuro novio que yo no sabía nadar, y me invadía una vergüenza, una culpa y unas dudas espantosas sobre mí misma. Entonces me anoté en un programa de 10 clases en Colmegna. ¡Que emoción saber que en un lapso tan certero iba a poder superar mi miedo al agua! Que desilusión darme cuenta de que el miedo no puede vencerse porque existe un plazo y aprendiendo unos movimientos de brazos y pies.

El profesor era un varón que sabía las técnicas de nado pero no las de ayudarme a confiar en las cualidades del agua, que los perritos saben tan bien. Aprendí los movimientos de pecho, la plancha, la patada de croll… Y el miedo no se iba. En la cama de noche practicaba a ojos cerrados. Me visualizaba haciendo los movimientos y la respiración sincronizada de pecho. Quería con toda mi voluntad lograrlo, pero el miedo terco se quedaba. En las clases lo más difícil era tirarme en la parte honda. El profesor, bastante amoroso dentro de todo, me esperaba tranquilo… pero yo no podía evitar sentir un terror amenazante durante esos segundos eternos que había entre la caída que me llevaba hacia abajo, el comienzo de la subida que me devolvía a la superficie y el inicio del movimiento de brazos y la respiración, que entre tanto miedo se me complicaban.

Esos momentos eran mortíferos. Intelectualmente sabés que no te vas a morir si hay alguien cuidándote ahí nomás; pero para mí todo era tan aterrador que tuve que interrumpir en la clase 6. No voy más. ¿A qué más tendría que enfrentarme en las clases 7, 8 y 9? ¿Y en la 10? Ya no podía tolerar la angustia que dentro de mi cabeza me quebraba toda por completo. Me desintegraba. Lo que al principio me había parecido genial del plazo, ahora se había transformado en enemigo. ¿Cuál era el propósito de seguir sometiéndome a esas sensaciones de terror? Y no estaba sólo el miedo, sino una profunda convicción de que no iba a poder lograrlo, de que al final me moriría, quizás no ahogada, ya que este buen hombre me llevaría en sus brazos hasta el borde de la pileta, dándose cuenta tarde ya, de que yo me había muerto del susto. Quizás perdiendo la conciencia, enloqueciendo y partiéndome en mil pedazos.

Ahora tengo expectativas y ganas de vencer el miedo. Dicen que está bueno hacer lo que uno teme, especialmente si tenés más de cincuenta y estás sano. Encontrar nueva fortaleza verdadera. La fortaleza adulta que te dá el tener las palabras salvavidas. Decir el miedo y serlo sin vergüenza.

¿Cómo no ibas a tener miedo? No podía encontrar quien me cuide y tenga tiempo para mí. Quien tenga paciencia para esperarme. Quien esté la cantidad de clases que hagan falta. Sólo el plazo interno, mi propio ritmo, mi propio perrito. Disfrutar de uno de los elementos más abundantes del universo externo e interno será una gran aventura.

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