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¿Y a vos, cómo te llaman?

Nuestro nombre no solo nos identifica sino que identifica el ideal: el familiar y el ancestral. En un nivel mudo condensa la historia que nos precedió y la expectativa que nos alumbró.

La psicoterapia, y los diversos caminos de crecimiento y auto-conocimiento buscan liberarnos de ideales y voces de otros para descubrir la íntima semilla que aún quiere brotar a la vida en nosotros.

Las partes de nosotros mismos que nos avergüenzan son la semilla de nuestro sufrimiento más punzante, que aparece en esa brecha entre lo que percibimos que somos y lo que suponemos que deberíamos ser.

Comparto en este relato mi experiencia soltando apellidos e identidades propias y ajenas para renacer en una versión más cercana de mí misma.

Cuando nací recibí varios nombres: Rosa, por mi abuela fallecida Rosa, Catalina, por mi fallecida abuela Catalina, Guila que quiere decir alegría en hebreo –como hava na guila y busca contrarrestar tanta muerte- y Kati como algo más simpático que Catalina -que en esa época era tan horrible y vergonzante como que hoy te pongan Graciela o Roberto. A mi mamá le gustaba Kati por el inglés y el aire que nos daba de familia real. Cuando entré a primer grado de la escuela Patricias Argentinas a mi mamá le dijeron que Kati no era un nombre, entonces como todos éramos sumisos y obedientes, me empezaron a llamar gordi o nena porque calculo que a mis papás tampoco les gustaba Rosa como nombre para una nena hermosa, mofletuda y de bucles rubios, y además les recodaría el nombre de mi abuela fallecida, y claro nadie quiere estar recordando a los muertos cada vez que nombra a su nena, aunque así la hayan llamado para justamente recordarlos. Bueno… no sé. Supongo que fue esa una de las primeras confusiones que sufrió mi identidad.

En la primaria tuve un compañero que gustaba de mí, y me hacía enojar llamándome ‘Maguila Gorila’ –que era un dibujito de la tele. (Se ve que cuando uno es chico la seducción pasa por hacerte llorar). Entonces mi mamá me dijo que le responda con ‘Abraham Orangután’. Santo remedio. Es uno de mis primeros recuerdos acerca de cómo defenderme. También fue la época en que mis amigas comenzaron a llamarme Reizele, que es Rosita en idisch. Me lo decían con cariño, creo. A mi me hubiera gustado llamarme Mónica o Patricia o Claudia que eran nombres más cancheros, pero me parece que había que ser de clase alta para que te pongan ese nombre. En esa época sentía mucha vergüenza de la pobreza y de cualquier signo que la evocara. Y mi nombre era para mí signo de miseria.

En la secundaria me quedó finalmente el sello de Rosa, bien seco y constipado. Me gustaba que me canten el ‘Rosa Rosa’ de Sandro poniendo esa voz grave y romántica. También estuvo el ‘Rosa de Lejos’, y la ‘Pantera Rosa’. ¡Ser tan popular empezaba a agradarme! Por otro lado, Neustad incorporó el Doña Rosa, que de su boca no me gustaba tanto. Catalina y Kati desaparecieron junto con la dictadura y creí que ahí se iría a terminar todo el problema. Casarme, adoptar un apellido, y otra familia de más categoría. (Me da cosita contar cuan rápidamente adopté mi apellido de casada; y solo diré que empieza con B larga. Es una buena letra: blanca, bella, de gente bian).

Ya casada me fui a EEUU y ahí empieza la parte divertida de mis nombres: Rose. Ah, en inglés es otra cosa… Rouza (pronunciado con una ‘r’ muy suave)… que nivel… A esta altura el Catalina me daba cada vez más vergüenza y Kati había quedado enterrado por extensión. ¡Que cosa esto de que uno oculte un nombre del mismo modo que oculta la edad o un diagnóstico!…Que cosa que uno oculte la edad o un diagnóstico…

El divorcio, que vino casi dos décadas más tarde me liberó -con gran carga de angustia y miedo- del falso bienestar de la B. Con esfuerzo y paciencia reaprendí a crearme a mi misma. Empecé a firmar practicando como adolescente nuevas formas de mi identidad. Al principio firmaba con un Rosa a secas: una R gorda que abrazaba al osa como teniéndolo a upa. Una especie de identidad escasa desnuda e infantil.

Un día un amigo empezó a llamarme Kati reivindicando mi pasado, y escuchar la melodía de ese nombre me partía el corazón. Kati: un semitono menor de tristeza que el aprovechaba ingeniosamente. (Se ve que cuando uno es grande las formas de la seducción también pasan por hacerte llorar).

Ahora podía darme cuenta que lo que me entristecía era ver cuánto tiempo había ignorado a Kati. ¡Cuántas vergüenzas me habían separado de mi misma!

En los últimos años vino el Ro que me gusta mucho. Lo siento mi nombre, soy yo sin la aridez del Rosa. Corto, arrullo nocturno, crocante y nutriente.

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Un poco de teoría:

Ideal del Yo: “…Instancia de la personalidad que resulta de la convergencia del narcisismo (idealización del yo) y de las identificaciones con los padres, con sus substitutos y con los

ideales colectivos. Como instancia diferenciada, el ideal del yo constituye un modelo

al que el sujeto intenta adecuarse”. Diccionario de psicoanálisis de Laplanche y Pontalis.

Idealmente nacemos y nos convertimos en el centro del universo; príncipes y princesas hermosos, completos y perfectos (y de hecho lo somos). Luego vamos asimilando rasgos de nuestros padres y modelos a los que queremos parecernos, adecuándonos según las órdenes y prohibiciones que el entorno nos dicta. En la niñez todo vale con tal de encajar, ser amados y pertenecer. Más tarde, todo vale con tal de encajar con nuestro (¿nuestro?) Ideal del Yo. En el proceso de transformarnos en adultos construimos una personalidad, al mismo tiempo que traicionamos nuestras verdaderas necesidades con tal de ser aceptados y queridos por la familia y por los ideales que nos hemos tragado.

Algunas preguntas para reflexionar:

Cuál es la historia de tu (s) nombres? ¿Qué te contaron?

¿Podés contar la evolución de tus nombres a lo largo de las diferentes etapas de tu vida?

¿Te pusiste o te pusieron otros nombres, o apodos? ¿Qué significados tuvieron para vos? ¿Te gusta tu nombre? Si lo dibujaras ¿qué sería?

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