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Sanar el Vinculo con la Comida


"Sentirse gorda o flaca no tiene nada que ver con el tamaño de tu cuerpo. Ambos son como taquigrafía para los estados internos de la mente y el corazón. Aunque obviamente hay una realidad física de gordura o delgadez, eso se ve profundamente afectado por las cosas que nos decimos, por el respeto o la curiosidad que somos capaces de sentir".Geneen Roth

Los vínculos primarios tienen una influencia enorme en cómo y cuánto crecemos. El vínculo que tenemos de adultos con la comida, es una mezcla de ingredientes hecha de la atmósfera de la infancia, más los intentos de procesar los dolores que aún nos acompañan.

Cuando ya de adulto, empezás a mirar cómo es tu vínculo con la comida, abrís tu interior y te encontrás con mundos emocionales increíbles. Creías que te faltaba poder de voluntad, o que lo que hacías con las dietas no tenía ningún sentido. Por ejemplo, te proponés adelgazar, y a la semana te das un flor de atracón… Qué incoherente, podés pensar, o pero aún ¡qué enferma que estoy! Pero si en vez de criticarte tan duramente, te interesás por lo que te pasa, te podés dar cuenta de los sentimientos dolorosos que tapás comiendo. Del vacío o la soledad que tantas veces sentís. Cuando empezás a conectar con las cualidades de ese vínculo, la relación con la comida se transforma despacito. No es que mágicamente las cosas se solucionen, es mejor que eso: la densidad, la pesadez, y el embotamiento cotidiano cambian hacia cualidades más aireadas, livianas y fluidas.

Puede que un día empieces a notar la luminosidad de la mañana, los sonidos de los pájaros, o los movimientos de tu gata. Si, ya sé, vos me vas a decir que vos ves las luces y a tu gata. Pero no, cuando empezás a llevar más conciencia a cada bocado que comés, y a las cosas que suceden a tu alrededor, los sentidos se agudizan porque tu atención no está exclusivamente en los pensamientos (como solemos hacer). Tu vínculo con la comida resulta ser como tu vínculo con cualquier otra cosa en tu vida. Podés detectar un patrón emocional que se repite en tantas otras cosas…

Si llevás un diario o simplemente escribís cosas, y las compartís en un grupo, al leerlo empezás a sentir una ternura, una especie de dulzura por tu vida. Te das cuenta que tiene colores que no habías visto, y que tenés un relato valioso que te habla y que les habla a otros, una historia que importa.

¿Pensás que no tenés herramientas para escribir? No es verdad. Si pensás y sentís, y sobretodo si te interesa escribir, podés escribir. “No hay escritores, hay personas que escriben”, dijo Hebe Uhart.

Entonces te sentás con alguna instrucción o sin ella, y permitís que la mano se comunique en línea directa con el corazón. El corazón siempre te atiende. Siempre quiere hablar con vos; sea la hora que sea, el corazón te está esperando. O ni siquiera esperando. Al decir esperando estamos acostumbrados a escuchar esa voz culpógena que dice: uy, perdón que te hice esperar. El corazón no necesita disculpas. No espera nada, ni tampoco no es que no espera algo. Está simple y claramente disponible. La barriga, igual.

Puede ser que hoy digas: voy a escribir. O que esperes a un día antes de morirte. El corazón no se va a quejar. Lo único que puede pasar es que cuando te des cuenta cómo se fue el tiempo, te dé bronca no haber empezado antes.

A mí me encanta escribir sin brújula, y que la escritura misma me diga es por acá, ¡si eso, qué bello que suena!, dame más, quiero más. ¿La escritura me pide, me habla, o yo a ella? Es una comunicación que empieza cuando me digo a mi misma: ahora me voy a sentar a escribir. Le aviso que me estoy preparando. Prendo la computadora mientras me caliento agua para un cafecito. Idealmente tengo un plan en mente. Últimamente, mi plan es escribir en mi tabla de cuatro columnas titulada: ‘Qué comí Hoy’. Y es así:

En 1), escribo qué hora es En 2), qué me metí en la boca En 3), algún numero entre 01 y 10, siendo 01: muerta de hambre y 10: demasiado llena y en 4), reflexiones y comentarios sobre el tema. Por ejemplo, en esta última columna puedo escribir: “Tengo un leve hambre muy mezclado con inquietud, desazón, y mientras como pienso en el postre. Pienso qué divertido salir a tomar un helado. Anhelo un plan compartido.” O también escribo: “Me sorprende cómo la expresión de las sensaciones me llenó la barriga. No siento hambre, pero como igual porque después me tengo que ir y ya vuelvo tarde. ¿Será esto un buen motivo para comer?”

Mientras escribo según este plan, paso del aburrimiento al insight, del desaliento a la confianza, de estar perdida a la claridad. Vaivenes, olas, climas, meteorología interna que ni bien pasa a ser parte de la escritura, cobra sentido. Escribir acerca del aburrimiento, del desaliento y de la confusión, son la prescripción perfecta cuando me parece que no estoy yendo a ningún lado en mis intentos por adelgazar.

Me interesa escribir y descubrir de qué hábitos compulsivos estoy hecha, más que bajar de peso, en realidad. No es que no disfrute cuando veo que el pantalón ya no me acogota la barriga. Pero no es eso lo más importante.

Podría elegir cualquier otra compulsión en mi vida y hacer lo mismo: anotar cuantas veces reviso mi celular para ver si tengo mensajes, o cada vez que me distraigo con facebook y pierdo por completo el tiempo, MI precioso tiempo que se me va para siempre…

Se trata de llevar la atención plena a las maneras que inventamos para desconectar, anestesiarnos o embotarnos. Cualquier adicción sirve. El cigarrillo, la comida, la televisión, la charla por teléfono, las salidas, los viajes, las preocupaciones materiales…¡cada uno sabrá su debilidad!. Hasta un maestro espiritual puede ser una forma de adicción.

Me gusta cuando escribir es hablar conmigo, a través de un canal secreto que sólo mi mano y yo conocemos. Escribir, me resulta la meditación solitaria más gozosa. Escribir es una de las formas de la conciencia, de convertir en hábito la atención. Mirar y escuchar profundamente lo que sea que está pasando. Si miro, miro y miro con paciencia, comprendo algo, y cuando comprendo, el enojo, el resentimiento, la amargura, el odio, la angustia, el vacío y el dolor se suavizan. Se perdonan. Me perdono. Escribir es ver. Ver mi vida pasando. Si la veo ya no necesito agarrarme de algo que me distraiga, o que me divierta.

El espacio del taller de escritura al que yo voy como alumna, es un lugar sagrado para mí. Leer en voz alta, temblar al leer me expone. Escuchar la crítica interna que me sobresalta con fuerza después de que leo en voz alta, me enseña como soy. Aprendo de a poco a tolerar la crítica que me imagino viniendo de otros, y sé que no es tan así, y que estoy en un espacio amoroso y de aprendizaje. Y que estamos todos en el mismo barco.

Leyendo para mis adentros disfruto del proceso, y leyendo para afuera gozo del fruto con un alerta suave: sé que en cualquier momento puedo morder un pedazo feo y sentir el sabor amargo, pero no hace falta tragarlo. No hace falta decirme que mal que me salió, cómo no me di cuenta. No hace falta tratarme mal. Corrijo si hace falta, y sigo. No necesito intoxicarme con mi propio juicio más de la cuenta.

Leer en voz alta es también encontrar un ritmo tranquilo para poder beber de a sorbos las palabras. Escucharte y ser escuchado sin interrupción, a un ritmo que es parejo y tranquilo, te calma como calma una canción de cuna.

La felicidad para mi es también escribir durante un momento muerto. Hacer tiempo escribiendo. Hacer tiempo sin gastarlo. Hacer tiempo para tener más tiempo para vivir. Hacer más tiempo del que creí que había antes de escribir. Hacer que el tiempo sea importante, que cada momento cuente por haberlo transformado en palabras que encajan en el ritmo de las horas.

Sentada, cocino un sueño en forma de palabras que me alimentan y me curan. Luego, ceno mucho más tranquila.

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