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La Sombra o cómo Cultivar el Desencanto.

  • Lic. Rosa Goldenberg
  • 7 jul 2017
  • 4 Min. de lectura

Psicológicamente hablando, la sombra está hecha de aspectos nuestros que sin saberlo barrimos fuera de la luz de la conciencia. En cierto modo, es normal que a lo largo de nuestro desarrollo hayamos sacrificado una parte de nuestro ser ¿Para qué hicimos esto? Básicamente por dos motivos:

a) Encajar en el entorno en que nacimos y vivimos de pequeños.

b) Sobrevivir a la turbulencia emocional que implica, desde nuestra vulnerabilidad humana inicial, depender completamente de otros.

La Sombra se arma durante la infancia y da lugar a una organización y una estructura particular de la personalidad. Si los aspectos que sacrificamos no fueron tantos, entonces pudimos aprender las normas sociales de la cultura en la que vivimos. Nos adaptamos a ciertos ritmos respecto al comer, dormir, controlar esfínteres o jugar. Toleramos la angustia de separación que supone crecer, controlamos la agresión, respetamos los límites, respetamos a los otros, y cosas así…

Si por el contrario, el sacrificio que tuvimos que hacer fue demasiado grande, puede que en la niñez o la adolescencia aparezcan síntomas tempranos que indiquen que algo no anduvo bien.

Durante la infancia y la adolescencia creamos, con ayuda de la represión y de la ceguera de la conciencia, toda una compleja estructura que deviene en nuestra personalidad: el Yo o Ego. Pero entre los treinta y los cuarenta años, como es esperable todo esto comienza a agotarse debido a que deja de estar sustentado por la realidad. ¿Qué quiere decir esto?

Por ejemplo, si de niños hemos tenido experiencias y sensaciones de no ser suficientemente buenos, de adultos quizás comprobemos que tenemos una exagerada e innecesaria preocupación por agradar. A la vez, nos damos cuenta del enorme esfuerzo que significa estar pendientes de la aprobación del otro. La realidad nos muestra que estamos exagerando en nuestro empeño por ser buenos, pero nuestro mundo interno nos impulsa a continuar con esos viejos patrones que empujan con fuerza desde adentro.

De niños tuvimos que desconocer partes de la realidad que nos resultaban difíciles de tolerar. Con la ayuda de los así llamados mecanismos de defensa del Yo, nos fue bastante bien, digamos…. Por ejemplo, al querer ser siempre buenos tuvimos que desconocer (reprimir) sentimientos de rechazo hacia otros. O al notar que nuestros padres estaban muy sobrecargados con sus preocupaciones, desconocimos (negamos) nuestros propios sentimientos de debilidad y nos hicimos autosuficientes a una temprana edad.

Ya de grandes experimentamos sensaciones de estar divididos, o de estar en contra nuestro. Nos escuchamos decirnos internamente: “que mal como le respondiste a tu marido” y a la vez sentimos que tenemos derecho a sentir enojo cuando él no aprueba cierta cosa que decimos o elección que hacemos. O nos arreglamos solos con nuestras cosas, sin expresar jamás la necesidad de ayuda y acompañamiento; y al mismo tiempo nos sentimos enojados y solos porque nadie nos ayuda.

Esa sensación de división es nuestra neurosis. Una personalidad que reacciona en contra de si misma. Pensamos o sentimos una cosa y hacemos lo contrario.

Llega (ojalá) un momento de la vida en que nos preguntamos: ¿Qué me pasa que me engancho en tantas situaciones emocionales innecesarias? ¿Cómo puedo aprender a pedir ayuda cuando la necesito? ¿Cómo sé cuando dejar de complacer a los demás? ¿Qué necesito para cuidarme más? ¿Cómo no vi lo que pasaba? ¿Cómo no me la vi venir? ¿Por qué me quedo tan culpable?

Hasta que no nos hagamos responsables de nuestra sombra y dejemos de culpar a los demás, o al entorno, o al pasado, esa neura tenderá a perpetuarse. Cada vez nos sentiremos más divididos, débiles y confundidos.

Este debilitamiento es consecuencia de la enorme cantidad de energía vital que usamos para mantener la represión, evitando que surjan contenidos desagradables e incómodos (sombra). Es doloroso el proceso de darnos cuenta de la cantidad de conductas que sostenemos para ser aceptados, ser queridos, sentirnos autosuficientes, no defraudar a otros, y cuidar una auto-imagen ilusoria que nos consume la espontaneidad y la energía.

¿Qué me lleva a decir que sí cuando quiero decir que no? ¿Qué me lleva a decir que no cuando quisiera decir que si? ¿Qué me hace exigirme tanto y querer hacerlo todo solo? ¿Qué pasaría si expreso lo que de verdad siento?

¿Cómo es ese ser que desconozco y vive a la sombra? ¿Qué pasaría si lo ilumino? ¿Cómo puedo empezar a unir lo que siento separado en mí?

Una manera de acercarnos a nuestros aspectos en sombra es ir en contra de nuestro instinto. En vez de huir de las sensaciones internas negativas, hacer lo contrario de lo que queremos, y sentir en el cuerpo eso que no queremos sentir.

Sentir cómo se siente quedarme solo, o quieto, o cómo es estar muy enojado y no hacer nada. Sentir cómo es no llamar a nadie para discutir, y no decir nada, no mandar ningún mail y simplemente quedarme por un rato sintiendo, sin agarrarme de ningún pensamiento, de ninguna estrategia, sin explicarme nada, sin interpretarme.

Al principio se sugiere empezar practicando con algo fácil, antes de ir a los temas más inquietantes o dolorosos de la vida. Podemos empezar por permanecer 1 minuto en lo que sea que nos está pasando. Respirar tranquilos –aunque por dentro todo hierva. Inspirar y exhalar tocando con cada respiración las sensaciones que no queremos sentir. ¿Para qué quisiéramos hacer esto? ¡Parecería masoquista…!

Si nos enseñamos a tolerar las sensaciones que no nos gustan, empezamos suavemente a desarmar un patrón emocional infantil de huida, que en algún momento nos fue útil, pero que ahora solo nos trae ansiedad. Es algo así como cultivar el desencanto. Si en vez de huir a la falsa bondad, o a la falsa autosuficiencia, o a la falsa perfección, a la manipulación o la estrategia, toleramos sentir lo que no queremos sentir, podremos saber más de nuestra verdadera naturaleza.

¿Qué pasa si sentimos vergüenza? ¿O miedo? ¿O inseguridad? ¿O fracaso? ¿Cómo tolerar lo que parece intolerable? La cultura en la que vivimos nos enseña a escapar del malestar. Ante el menor síntoma, un calmante, un antibiótico. ¿Nos hace eso más fuertes? ¿O resulta que necesitamos dosis cada vez más potentes para zafar? ¿Zafar de qué?

Tal vez es solo cuestión de aprender maneras de sufrir productivamente. Sentir el desencanto de los vaivenes de la existencia. Y enseñarnos a tolerarlos con buena cara. Quizás podamos conectar con las experiencias universales que nos hacen seres vulnerables y sensibles… Luces y sombras que van y vienen en el inmenso océano de ser humanos.

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