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La bacteria de la desmotivación: una epidemia del espíritu.


Según mi viejo diccionario Quillet, TRABAJO es “acción y efecto de trabajar. Obra, producción del entendimiento. Dificultad, perjuicio. Penalidad, tormento o suceso infeliz: ‘esto me da trabajo’. TRABAJAR: “del latin tripaliare, antiguamente atormentar con el tripalium, instrumento de tres palos. Emplear el esfuerzo corporal o mental para un fin determinado.”

No contenta con estas definiciones, ya que es en el trabajo donde invertimos gran parte de nuestras energías y nuestro tiempo, busqué su significado en otros libros:

“Trabajar es la respuesta humana natural al hecho de estar vivos; es nuestra manera de participar en el universo. El trabajo nos conduce a explotar todo nuestro potencial, abrirnos al abanico infinito de experiencias que incluso la actividad más mundana conlleva. A través del trabajo aprendemos a utilizar nuestra energía sabiamente, de manera que todas nuestras acciones sean fructíferas y prósperas.” (Del libro Éxito Inteligente de Tarthang Tulku) Según el lama tibetano Tarthang Tulku, así como es natural para un niño jugar, así de natural es para un adulto trabajar.

Cuando somos niños los adultos nos preguntan entusiasmados: ¿Qué vas a ser cuando seas grande? La semilla de nuestro potencial germina a medida que exploramos lo que nos gusta y lo que queremos. ¿Pero que pasó que en el tránsito hacia la madurez nos enfermamos de desmotivación? ¿Por qué resulta tan difícil mantenerse motivado y vivir el trabajo con alegría? ¿Qué nos pasó como humanidad que los diccionarios se refieren al trabajo como tormento?

Actualmente resulta de lo más común experimentar el trabajo como algo que hacemos porque no tenemos más remedio. Tan común, que a veces desatendemos los síntomas de la desmotivación, y la epidemia avanza dejando estragos como sensación de vacío y sin sentido, estrés, y depresión.

Permítanme ilustrar estas ideas con un caso concreto, al que llamaré Santiago.

Santiago es jefe de tesorería en una compañía multinacional de cosméticos.

En octubre hizo la reserva para sus tan esperadas vacaciones. El viaje soñado: con su mujer y los dos chicos pasarían 7 días en Disney. A su regreso se irían por una semana al campo de su madre en Cañuelas. ¡Las vacaciones perfectas! Desde que lo decidió, su trabajo se hacía más liviano; levantarse de la cama todos los días a las 6:30 no le costaba tanto sabiendo que estaba en la cuenta regresiva. La mala onda de su gerente ya no lo irritaba, y las presiones para entregar esos informes que nadie leía no lo estresaban. Los momentos más felices seguían siendo las escapadas para salir a fumar o los almuerzos al sol con sus compañeros. ¿Cuándo había empezado a estar tan desmotivado con su trabajo? ¿Cuánto tiempo más podría aguantar ese desinterés en el 80% de su vida?

Una noche en la que no podía dormirse, decidió que ya no quería “seguir tirando” y a la mañana siguiente me llamó. Me contó que se sentía perdido –como deprimido, dijo- y que quería hacer un cambio pero no sabía cómo. En nuestro primer encuentro explicó su falta de motivación con su bajo sueldo y las pocas probabilidades de desarrollar su carrera como contador. Dijo que si no hacía algo pronto, podría terminar perdiendo oportunidades y desperdiciando años de su vida esperando que lleguen las vacaciones, los feriados, los aumentos de sueldo o la hora de irse a casa.

A muchas personas les parece razonable no entusiasmarse con el trabajo, y solo ‘aguantar’ hasta las vacaciones o el fin de semana, o la ilusión del próximo empleo.

Viviendo en el futuro, cerramos los ojos al presente que se nos escurre. Al trabajar desconectados de lo que hacemos, vamos perdiendo la conexión real con el sentido que cada día nos presenta. Acostumbrados a no ver, no sentir, no percibir los detalles de lo que hacemos y de lo que ocurre en el entorno, perdemos progresivamente la creatividad y el interés; y lo que es más preocupante aun: olvidamos la conexión con lo que realmente nos importa.

“¿Qué te gustaría realmente hacer?”- indagué.

Por momentos parecía que la conversación nos llevaba a un bosque oscuro, cerrado y pantanoso. La vida de Santiago, armada sobre ciertas rutinas y hábitos automáticos, sostenía un modo de ser frustrante y desgastante.

“¿Qué te motivaba cuando te postulaste para trabajar?” le pregunté.

Con mucha alegría me contó de su niñez y adolescencia en el campo, y de cómo su papá había soñado siempre con que su hijo varón estudiara en Buenos Aires y tuviera una profesión ‘respetable’. Con mucho esfuerzo Santiago terminó la carrera de contador mientras trabajaba para mantenerse. Cadete, mozo, cajero, y vendedor de autos, a medida que soñaba con ese momento en el que le llevaría el titulo a su padre. Inesperadamente durante su último año de carrera, su papá tuvo un infarto y falleció. A los pocos días de haberlo enterrado, lo llamaron por teléfono ofreciéndole la posibilidad de entrar a un programa de jóvenes profesionales en una empresa importante. Junto con el shock de la pérdida, sintió la alegría de esa oportunidad de aprender y crecer. Pensó que su papá estaría muy feliz de verlo progresar así.

Hablar de estas ideas trajo viejos dolores a la superficie, y Santiago reconoció cuánto lo extrañaba a pesar de que ya habían pasado 17 años. También pudo ver cómo había hecho suyo el sueño de su padre, sin cuestionarlo nunca.

La hora de esa primera reunión voló y entonces me dijo que necesitaba tiempo para pensar. Al mes me llamó para pedirme un nuevo horario. Me dijo que había estado reflexionando, y que aprovechando la última parte del año le gustaba la idea de contar con un espacio para proponerse algunos cambios.

Cuando llegó, lo primero que mencionó fue que su visita de la semana anterior al médico lo había asustado, ya que su nivel de colesterol había aumentado, y aunque se había propuesto bajar de peso, no lo había logrado. También quería dejar de fumar y empezar a realizar alguna actividad física.

“¿Qué te estará pasando?”, le pregunté en mi cliché más antiguo.

Me costó entender qué decía, aunque sabía el significado de sus palabras. Todo lo que contaba era árido y seco. ¿Cómo ir más allá de ese penoso contenido? Todo el asunto con la presión de los informes que igualmente nadie leía, y el estancamiento que sentía con su profesión y el bajo salario, y el maltrato que ejercía su jefe... Todo se sentía muy injusto – y a la vez habitual.

¿“Qué más está pasando?”, insistí.

Se sobresaltó y levantando las cejas, me dijo: “Es imposible no sentirse mal y estresado, y ahora ya me está afectando la salud. ¿En que voy a terminar?”

“¿En que vas a terminar?” repetí neutra y antipática como un eco.

“Con un infarto”, dijo enojado.

“Si”; dije apenada.

El silencio del consultorio parecía tener una consistencia firme. En él, sentí su desesperanza y desazón.

¿Cómo te puedo ayudar?”- dije permitiendo que el entrara en su delicada situación existencial.

Los pensamientos y opiniones enredaban y nublaban toda comprensión. Los mismos relatos contados tantas veces armaban un circuito interminable que lo llevaban a experimentar mucha negatividad y resentimiento. La bacteria de la desmotivación lo había contaminado. Hacia años que la padecía y había llegado a acostumbrarse a convivir con ella.

“¿Qué más pensaste luego de nuestra primera reunión? – pregunté intentando traer oxígeno a sus palabras.

Entonces paró de hablar y conectó con alguna sensación interna que parecía abrumadora, y dijo conmovido: “ya no doy más”

Seguir el hilo de las propias explicaciones resulta atrapante. No hay conversaciones sabrosas en esos circuitos. Más y más polvo opacando la comprensión: culpamos a otros de nuestra miseria haciéndonos presos de nuestra condición; victimas de ganarnos la vida, pagar las cuentas y llegar a fin de mes, vivimos presos en una vida que no parece ser nuestra. La falta de libertad nos hace incapaces de responder activa y creativamente. Abatidos y resignados olvidamos qué es lo que nos gusta y cómo queremos ser.

Le dije que podíamos probar un modo especial de conversar que nos ayudara a comprender más. Se mostró abierto. Entonces le pedí que me contara la situación actual sobre la que quería trabajar, con una salvedad: no podía repetir nada que ya me hubiera contado a mí o a otros. Todo lo que cuentes tiene que ser nuevo, dije. Le expliqué que con eso buscábamos que nuevas posibilidades salieran a la luz, y que no encontraríamos nada si el seguía repitiendo una y otra vez las mismas historias. Asintió entusiasmado. El también estaba aburrido de escucharse.

Entonces le pedí que cerrara los ojos y para comenzar lo guié en una breve relajación. Se acomodó y se predispuso a aprovecharla. Primero respiramos varias veces profundo en la barriga y exhalamos, eliminando completamente todo el aire. Luego lo ayudé a aflojar el cuerpo; nombrar cada parte ya ayuda: cabeza, entrecejo, orejas, mandíbulas, cuello, omóplatos, axilas… Permitir el silencio y enfocarse unos minutos en la entrada y salida del aire es una instrucción muy sencilla y poderosa. Si la mente se calma, el cuerpo se relaja y las conversaciones pueden empezar a circular por carriles nuevos.

“¿Cual es tu situación?”, le dije entonces.

Exhaló una vez más y abrió los ojos. Parecía más relajado. Algo bueno podía venir de allí. Al instante algo se apretó en su garganta y sus manos tomaron con firmeza las rodillas. El viento hizo sonar las campanitas de la entrada.

“Tengo una hermosa familia y no puedo disfrutarla”, dijo conectado y entero.

Me pareció que eso era un avance.

“¿Qué más?” dije, alentándolo a seguir.

“Se que esto no puede ser lo que yo había planeado para esta etapa de mi vida.”

“¿Que habías planeado?”

“A decir verdad, no planeé mucho. Las cosas se fueron dando”

“Y ahora no estás contento con las cosas” pregunté afirmando.

“Si y no”, dijo.

“Es difícil trabajar con una respuesta de ese tipo”, dije sonriendo. ¿A qué le decís que si?

“A mi mujer, a mis hijos, a los fines de semana, a la casa que nos compramos” dijo con brillo en sus ojos.

“¿Y a qué no?”

“Al trabajo, al desgano y la resignación”.

“¿Qué cosa del trabajo?”, pregunté con interés.

“Que nunca me reconozcan, ni me pregunten. El clima...”

“¿Qué te parece que ayudaría a mejorar el clima?, pregunté expectante.

“Que mi jefe alguna vez se sentara a informarme cómo sigue todo, que no te digan una cosa y después hacen otra.” Pude sentir su dureza y la monotonía a la que se había acostumbrado, y que a la vez el mismo proponía.

“Hiciste trampa” -dije. Esto ya lo contaste muchas veces”

Nos reímos.

“Dijiste que no planeaste mucho y que ahora no te gusta lo que hay. Si imaginas que todo depende de vos – cosa que en gran parte es verdad- ¿qué te gustaría para el próximo año?”

“Es que ahora ya tengo una familia y no puedo arriesgar mi seguridad dedicándome a otra cosa”. Era evidente que estaba haciendo trampa nuevamente.

“No hablemos de dinero ni de que cambies de trabajo, por ahora –dije rescatándolo del ostinato. Solo veamos qué puede inspirarte para que en poco tiempo te sientas más motivado y vital. ¿Qué te ayudaría?”

Pude sentir su ansiedad y la luz de una apertura cuando apenado dijo: “no sé”.

Detenernos para dar nuevo sentido y libertad a nuestra vida, inquieta. Si nos animamos a seguir conversando, es posible entrar a un espacio creativo y abierto en el que resuenen las preguntas que hace mucho tiempo dejamos de hacernos. La epidemia tiene cura. No saber es un excelente lugar para empezar.

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