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Cuando a las palabras se las lleva el viento


Tengo un paciente que no escucha. No escucha porque es sordo de nacimiento. Y entonces estoy aprendiendo a trabajar quitándole la importancia central que tiene siempre la palabra en una terapia. ¿Cómo es que el solo me vea o me lea? ¿Cómo es callarme la boca cuando baja su mirada para pensar acerca de lo que acaba de ver en mis labios? Cuando el no me mira no me escucha, y entonces me quedo hablando sola. A veces en mi trabajo como psicóloga me frustro al sentir la inutilidad de lo que digo, o del curso que toma una terapia, o del desperdicio de tiempo y energía que se suceden en algunas sesiones que parecen no ir a ninguna parte. Muchas veces me doy cuenta de que lo que estoy diciendo es pura cabeza, conceptos o explicaciones vacías.

Como psicóloga intento suavizar los años de carrera y de post grados en los que aprendí teoría y técnica de. Muchas veces, aún antes de que el paciente termine de relatar su historia, tengo una o dos hipótesis acerca de las causas de su malestar. Son esas las veces en que yo tampoco escucho, porque mi cabeza especula, teoriza, explica y se contesta sola. El producto de tal procesamiento es una masa de palabras vacías que nadie quiere escuchar, más que yo misma celebrando mis propios argumentos.

Pero volvamos a mi paciente sordo. El me enseña acerca de las palabras que se lleva el viento. Es muy claro el momento en el que tengo que callarme la boca y dejarlo que me muestre cómo entiende la comunicación entre nosotros. Y tengo que elegir muy cuidadosamente la cantidad de palabras que voy a usar. Esto es crucial. Ocho palabras es un montón:

Es que a veces te sentís muy solo.

¿Y cómo no vas a estar asustado?

¿Quizás estás un poco envidioso?

Es que te dá mucho miedo

Respirá profundo…

Dos simples palabras provocan a veces una reflexión muy profunda en él. Una reflexión sin palabras. Una reflexión que es gesto y sensaciones. Me pregunto cómo será su comprensión, ya que pasar de la sensación al pensamiento requiere de un diálogo interno. ¿Cómo serán sus diálogos? ¿Serán imágenes de bocas moviéndose? ¿Cómo son los pensamientos de alguien que no escucha y que nunca escuchó? Mis diálogos son voces hablándome en la cabeza. ¿A él, quién le habla en su cabeza? Nadie le habla, ya que nunca escuchó a nadie hablándole. ¿El mirará palabras en su cabeza? ¿Sus pensamientos tienen sonido?, ¿o serán formas de letras o formas de labios? En nosotros – oyentes – ese diálogo interno existe desde que existen palabras dentro nuestro. La vida, en el mundo oyente es una de diálogos. Nacemos en un espacio de sensaciones y sonidos que luego se convierten en palabras y pensamientos. Pero para el niño que nace sordo, ese salto desde la percepción al concepto, es muy complicado.

Y este paciente me obliga a preguntarme cuestiones básicas de la terapia, cuestiones del lenguaje sobre las que nunca tuve oportunidad de reflexionar. Y nunca las reflexioné así, porque nunca tuve que aprender a hablar. Al aprender a hablar, hablé sin el propósito de aprender a hablar. Al escuchar a otros y al escucharme hablé, y al percibir entablé asociaciones entre lo que veía y lo que escuchaba, y las hablé y pensé, o las pensé y hablé. Tomando del lenguaje y de las asociaciones que rodearon mi crianza, fui naturalmente convirtiéndome en un ser que habla. Todo eso pudo pasarme porque escuché. Escuché sonidos que uní a lo que veía, y mis padres me tendieron el puente de las palabras, que a través de complejísimos mecanismos crearon mi entramado mental.

Pero todo empezó porqué escuché. Primero fue el verbo, dice la Biblia refiriéndose a la creación. Acá en este contexto, se podría decir: primero fue el sonido. Ya desde antes de nacer se escucha. Oliver Sacks en su libro ‘Veo una Voz’ dice que es mucho más grave nacer sordo que ciego. En la práctica todos somos ciegos antes de nacer, simplemente porque está todo oscuro. No así sordos. La sordera, sobretodo en un hogar de oyentes - donde es más difícil la comprensión del mundo sordo- tiene consecuencias bien difíciles para el desarrollo del pensamiento.

Ser psicóloga y solo poder decir entre dos y ocho palabras, puede ser natural para un Lacaniano, que no es mi caso. Lo que me ayuda con este paciente, es abrir mi percepción a todo lo que pasa en el encuentro. Conectarme con su mundo afectivo. Relajar la intención de dar palabras. Relajar la intención de decir algo inteligente. Pensar más como poeta que como psicóloga: ver lo bello en lo que sea que esté pasando. Transmitirle palabras alentadoras y felicitarlo por sus logros de manera sincera, tiene un impacto notable. Se ilumina y se emociona agradecido.

Me gustaría aprender el lenguaje de señas, aunque él nunca habló por señas. Según me contó, en la escuela donde iba no lo dejaban usar las manos para comunicarse y que lo castigaban si lo hacía. Lo obligaron a aprender a hablar como hablan los demás niños, con un método bastante cruento, imagino. Horas y horas de tratar de emitir un sonido que a duras penas percibía cómo resonaba. Un esfuerzo adaptativo tremendo para un niño que busca reemplazar con sus gestos y manos moviéndose en el espacio, la singularidad de significado que guarda el lenguaje hablado y escuchado.

Hablar no es solo hablar, sino hablar y escucharse y escuchar. Él puede hacer cosas que parecen bastante parecidas a escuchar, como leer los labios. Pero la distancia sigue siendo abismal. Hay un desperdicio de palabras que salen de mis labios y unos pensamientos espesos que el procesa con tenacidad. Unidos en este viaje yo aprendo con qué facilidad el viento desparrama palabras y significados. Decir lo justo, en el momento preciso puede ser precioso.

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