Todos nacemos extremadamente vulnerables y necesitados de contacto afectivo y amor incondicional. Si en el proceso de crecer no recibimos la calidad o cantidad adecuada de contacto afectivo y presencia, puede que vivenciemos sensaciones de inseguridad, de miedo, de culpa, de vergüenza, o de ser raros como algo habitual.
A lo largo del desarrollo nos vamos apretando física y mentalmente para poder encajar en nuestra familia y en la escuela. La educación con sus agendas desconectadas de las verdaderas necesidades de la infancia, hace lo suyo. Sigmund Freud, el padre de la psicología dijo que es mucho lo que se logra en una terapia cuando “se muda la miseria histérica en infortunio ordinario”.
Un siglo más tarde, ¿podemos esperar de la vida algo más que infortunio ordinario? Existen dolores y dificultades que son parte inevitable del vivir, y la idea de una psicoterapia es que nos permita apreciar lo valioso en cada situación ayudándonos a desenredar el drama sin sentido que intoxica nuestra cotidianeidad.
Cuando en una terapia reflexionamos sobre las circunstancias de nuestra existencia, solemos tender hacia la culpa o el culpar. Una dosis adecuada de culpa puede ayudarnos a querer aprender y poder reparar un daño. Pero en general la culpa es un veneno que lastima. De todas las emociones es la más disfuncional, y todos pasamos por la experiencia de comprobar cuan inútil es quedarnos atascados en ella.
Nuestra personalidad se crea en respuesta a esa motivación inicial por encajar y ser queridos. La semilla de la culpa nace en las ideas de: no soy suficientemente bueno, o valioso, o inteligente. Los motivos que nos llevan hoy a sufrir, los armamos hace muchos años para lograr sobrevivir física o afectivamente. Algunas personas dicen que su infancia fue hermosa y feliz, y que sus padres no tuvieron defectos. Esos son en mi caso, los pacientes más difíciles. No digo que no pueda ser verdad, simplemente yo no sé cómo abordar un proceso psicoterapéutico así.
Muchos pacientes relatan que les cuesta creer en el afecto o el reconocimiento de los demás. En una capa muy profunda sienten que no valen nada. Al indagar en esas sensaciones toman conciencia de que tienen profundas dudas acerca de quiénes son realmente, acerca de su valía y sus verdaderos talentos. De verdad se creyeron que son ellos los malos. Cuando están solos se sienten deprimidos, vacíos, y pierden la conexión con sus logros.
La falta de autoestima, y ciertas sensaciones de vergüenza o inadecuación nos acompañan, al menos en nuestra cultura, a todos. ¡Si, a todos, o casi todos! Quizás lector Ud. sea una excepción. No tengo estadísticas, pero no se necesita demasiada comprobación. Se palpa en cada uno de los espacios en los que nos movemos. El ocultamiento y la falta de honestidad son un clásico en muchos ámbitos. Hacemos como que está todo bien, para que nadie nos critique o se enoje y nos abandone. Cargamos con profundas dudas acerca de nosotros mismos, que a veces ni en los espacios de psicoterapia se alivian, ya que tampoco queremos defraudar al terapeuta. Esto puede deberse a que esas dudas se mantienen ocultas hasta para nosotros mismos, o también a que la psicoterapia a veces se convierte en otro espacio en donde se busca aprobación.
Personalmente opino que la psicología no ha sido muy buena aún en educar al respecto. Nos han hecho creer que básicamente somos malos e infantiles y que nos resistimos a mejorar justamente por esa misma razón. Nuestro inconsciente – el sótano de contenidos, impulsos e instintos oscuros y terroríficos – es un espacio amenazador. Y el psicólogo hecho caricatura, es el representante de una autoridad que levantando el dedo índice nos acusa: ¿Y a vos, qué te estará pasando?
Entonces, en donde teníamos esperanza de entender algo más de nosotros, concluimos nuevamente qué inadecuados, malos, masoquistas, o egoístas que somos.
Hay personas que se pasan años haciendo terapia, pero sus seres queridos dicen que no ven ningún cambio. Por supuesto que no todos los cambios se aprecian igual de afuera como de adentro, pero yo soy de la idea de que los procesos de transformación tienen que poder verse en acciones, en más afecto circulando, más participación, más alegría y disfrute, más creatividad. Es probable que esos cambios que ellos tanto se esfuerzan por hacer, no se sientan de afuera debido a que la culpa o el culpar siguen intactos. Disfrutar, relajarse y sentir alegría no es sencillo si la culpa está acosándonos.
El día en que podamos –con o sin terapia- sentirnos más en paz, contentos, productivos, motivados y equilibrados, será como consecuencia de comprender que no hay nada malo o intrínsecamente dañado dentro nuestro. No hay nada por lo que necesitemos culparnos o culpar. Los obstáculos que todos encontramos en la vida, se atraviesan mucho más suave y delicadamente si no estamos cargados de ese peso. Las crisis y los errores, aunque sean graves se transforman en importantes momentos de aprendizaje cuando no caemos en el conocido hábito de la culpa y la vergüenza. Y así es más fácil preguntarnos: ¿qué me gustaría de verdad aprender?