
La mamá de mi amiga era una de esas mujeres vitales de 70 y pico que se ven andando en bicicleta por el barrio, se ocupan de todas las cosas de la casa, van de acá para allá renegando con lo cotidiano, y discuten de política o de economía. Algo cruel y dura quizás, como muchas mujeres (y hombres) de su generación. Pero acaba de morir de un cáncer que se la llevó en menos de seis meses. Dos semanas atrás había dejado de hablar y de moverse. Y como dicen en los noticias: murió en su casa, rodeada de sus hijos y seres queridos.
Mi amiga había estado muy afligida porque su mamá en esos días en que apenas se movía y hablaba, le pidió que llame a su cuidadora, y para su sorpresa y de un modo inesperado, cuando ésta se acercó, la mamá hizo un esfuerzo supremo para levantar el único brazo que podía mover, y abrazándola fuerte no paró de darle besos y más besos. Ella no podía creer lo que estaba viendo: un gesto amoroso jamás visto. Ahí mismo, parada casi en shock, miró la escena y sintió que su madre le estaba clavando un puñal. Mi amiga siempre sintió que a ella su mamá la quería menos que al resto, y ahora solo pedía que por lo menos no fuera a morir justo el día de su cumpleaños; y así se lo había rogado en voz bajita: mamá, te pido por favor, no te vayas a morir justo el día de mi cumpleaños. Por suerte, el deseo le fue concedido.
Esa noche lloró sin parar y sin consuelo, y comprendió que la partida de un ser querido no era necesariamente un proceso ideal en el que los moribundos se iluminan y la despedida consiste en palabras amorosas, reconocimientos y bendiciones. Se durmió enojada y decidió internamente empezar a ser más normal durante el tiempo que le quedaba con ella. Hasta ese momento se había esforzado en ser extremadamente paciente y solícita, y como ella es alguien que medita y a quien le preocupa vivir en sintonía con sus valores, desde el día que su mamá enfermó, supo que eso sería una gran prueba de sus convicciones y de su camino espiritual. Antes de irse a dormir, miró los libros que se apilaban en su mesita de luz: El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte de Sogyal Rinpoche, La Rueda de la Vida de Elisabeth Kübler Ross, Vivir sin Arrepentimiento de Arnaud Maitland, y Ahora que Vengo a Morir de Longchempa, y se dijo que iba a tener que encontrar su propia manera de acompañarla. Después me contó que la angustia la comprimía y tuvo mucho miedo de ver morir a su mamá sin poder despedirse bien, y tener que llevar por siempre ese enojo encima como un monstruo que no la iría a abandonar jamás. Sentía el enojo hirviendo desde adentro como una lava caliente y espesa que no la dejaba respirar. Y entonces como preguntándole al oráculo, volvió a abrir uno de los libros en cualquier página y leyó:
“Encuentra una manera de decirle al moribundo lo que sientes, y dile lo que sea que te esté pasando… ”
Ya era tarde, y aunque había estado acompañando a su madre durante gran parte de ese día, tuvo la urgencia de ir a verla otra vez. Algo la empujaba, diferente de otros días. Serían ya las once de la noche. Y entonces fue, se sentó junto a ella y le dijo que estaba un poco enojada por el modo como ella había abrazado a su cuidadora el día anterior, pero que aun así la quería y que había sido una buena mamá y que le agradecía todo lo que había hecho. Y que si esa misma noche, ella quería irse, que se fuera tranquila, que no importaba si ella estaba ahí presente en ese momento; que se fuera en paz, que todos iban a estar bien. Después de eso se fue a su casa, y fue apenas llegar que le avisaron que su mamá se había ido.
A la mañana fui a acompañarla al velatorio que se organizó en la casa familiar. No me fue difícil entrar a la habitación donde yacía luminosa esta mujer. No tuve en mi vida la oportunidad de ver a muchos muertos, por suerte. Pero ésta era especial. Mi amiga la había maquillado apenas para darle un color suave a sus labios y a sus mejillas, y así irradiaba una suave sonrisa de satisfacción, como de Mona Lisa. Nunca imaginé que un cadáver podía expresarse así. Al verla no pude más que exclamar: ¡qué bonita que está tu mamá!
Unos ventanales generosos daban a un jardín soleado y diáfano, mientras un gatito atigrado entraba y salía del cuarto. Ahí nomás, a los pies de la cama hablamos en susurros de su mamá y de los últimos hechos que las marcaron a ambas. A unos pasos nomás, en el living, los más cercanos desayunaban con mate, café con leche, facturas y budines. Cuando empezó a llegar el resto de los integrantes de la familia trayendo unos hermosos ramos de flores, escuché que esta mujer había pedido un lirio blanco y la bandera de Italia para cubrir su cajón.
Me despedí y caminé unas cuadras en un cierto estado elevado. Sentí que algo se me revelaba, algo como un secreto. Apenas doblé la esquina había un camión estacionado con las letras Te Ilumina.
Lloré de tristeza y de dicha por haber tenido la oportunidad de compartir un momento de enorme significado con mi amiga, con la cual me sentí unida para siempre. No sé bien si lloré por eso, o por el dolor de saber que yo también tarde o temprano perdería a mi mamá, y que mis hijas me perderían a mí, y sus hijos a ellas (si es que el orden de la vida no nos juega una mala pasada). Que la vida incluye la muerte es algo que sé, pero rara vez hago contacto profundo con esa verdad. Y cuando me doy cuenta de qué trata la naturaleza real de la existencia, algo extraño y maravilloso sucede, y es que vislumbro la alegría de saber cómo vivir mejor.