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Cuando sea viejita

  • Foto del escritor: goldenberg rosa
    goldenberg rosa
  • 15 feb 2020
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 28 feb 2020

Cuando sea viejita lo único que voy a querer hacer es escribir y leer en voz alta para una audiencia. Leer cosas que a mí me gustan. No me va a importar que haya alguien. Sólo me imagino escuchándome a mí misma recitar poemas o cuentos cortos.

Parada mirando el mar, o sentada en una reposera de una cabaña de madera en Uruguay, me ilusiono con leer en voz alta al atardecer. Leo al atardecer. No es que es la hora del atardecer y dentro de ese lapso de tiempo leo, sino que le leo al sol bajando, a los colores más bellos del día, esos naranjas pasteles con toques de cielo que bajan a la tierra. Les leo poesía de Pessoa, un cuento de Cecilia Pavón, cosas que subrayé de Oliver Sacks, de Marina Yuzczuk, de Sharon Olds, de Clarice Lispector… Y alguna cosita mía, porqué no.

Leo inspirada y lloro a veces, hasta me quiebro y la voz me sale cascada y eso hace que todo sea más real, más circular. Los árboles del bosque están aquí nomás a mi espalda y aúllan porque a cierta hora empieza a hacer frio, y yo que estoy sentada acá desde temprano tengo piel de gallina pero no quiero cortar ese clima tan poético para buscarme un saquito.

Entonces sigo y es un atardecer soñado. El cielo se llena de cada vez más cielo, de azules que se van cubriendo de rayones grises que cortan de un solo golpe el día. Sin más todo termina y yo muerta de frío agarro rápido las hojas impresas de la arena, algunas que se empezaron a volar, y los libros que me procuré para esta sesión especial de lectura al atardecer.

En la casa preparo una sopa espesa de calabaza y verdeo. Seguro que prendo el resto de las hornallas para que me llegue rápido algo de calor. Hay olor a madera y leña del invierno. La noche baja de inmediato en ruidos de tablones gastados. La casa huele a sal tostada. La salamandra, la soledad y la lectura son un buen trío. Hay una vela prendida al lado de la ventana y el ruido del mar acaricia los vidrios que empiezan a empañarse. Entonces escribo con un dedo gracias, y varios hilos de agua marcan un caminito como el de esos dibujos en donde la nieve derretida baja de una montaña en un arroyo que viaja hasta el mar.

También hay una mesa ratona maciza con libros subrayados en lápiz y hojas sueltas y cuadernos con anotaciones como hijas queridas. Consignas con las que jugué, pensamientos que no quise olvidar, frases que me anoté para aprenderme de memoria, sueños que no recuerdo aunque sean de mi puño y letra. Me duermo con la salamandra prendida y me despiertan los rojos y azules salpicando la madrugada, y me levanto a echar un leño más para que el fuego dure hasta que salga el sol.

A los ochenta soy más salvaje y no tengo miedo. A la mañana, mientras el olor a pan tostado compite con el del café, trabajo para la nueva función. Esta vez me llevo un buen saco de lana color crudo, de mangas largas bien estiradas y gastadas.


 
 
 

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